La zona cañera de Quintana Roo, considerada la región agrícola más importante del Caribe mexicano, se ha convertido en el punto de mayor deforestación del sureste del país, de acuerdo con especialistas. Cada año, en esta región se rocían toneladas de fertilizantes y plaguicidas, se realizan quemas agrícolas y se generan contaminantes que afectan tanto al medio ambiente como a la salud de los trabajadores del campo.
Los campos de caña de azúcar se extienden por cerca de 100 kilómetros paralelos al río Hondo, frontera natural con Belice. Ahí se cultivan al menos 35 mil 500 hectáreas de caña, ocupando lo que antes fue selva baja y media, según datos de la Comisión Nacional para el Desarrollo Sustentable de la Caña de Azúcar, dependiente de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader).
Esta región, que conforma el segundo macizo forestal mejor consolidado del continente, solo después de la Amazonía, enfrenta un severo proceso de degradación ambiental impulsado por más de cuatro décadas de monocultivo. La expansión de esta agroindustria inició en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz con programas de fomento agrícola, y se consolidó con la creación de un ingenio azucarero en 1978. Diez años después fue privatizado, y actualmente procesa 1.6 millones de toneladas de caña anualmente para la producción de mieles, azúcar estándar y composta, generando una derrama económica de mil 500 millones de pesos.
Pedro Macario Mendoza, investigador de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), advirtió que los suelos fértiles de hasta cinco metros de profundidad, poco comunes en otras zonas del estado, están siendo sobreexplotados. “Estas áreas son susceptibles de ser usadas durante 50 o 70 años. Son arcillas, fértiles, aunque difíciles de trabajar para la rastra”, explicó. No obstante, advirtió que ya se han acumulado 40 años de siembra continua de caña, lo que deja, en el mejor de los casos, apenas 30 años más de fertilidad.
“El monocultivo genera un deterioro ambiental, agota la tierra. En la selva natural hay una circulación de elementos nutritivos por la hojarasca que cae y la dinámica que tiene. Se aporta Nitrógeno, Fósforo y Potasio, que son macronutrientes, y micronutrientes como magnesio y zinc, pero si no hay cambio de cultivo, pues eso no sucede. Cuando quitemos la caña de azúcar quedará un desierto, porque ahí ya no va a crecer nada”, advirtió el especialista.
De acuerdo con Pie de Página, en la zona laboran más de tres mil productores, quienes, ante la falta de inversión en tecnología, han recurrido al uso intensivo de agroquímicos para intentar mantener los rendimientos. “Se producen alrededor de 30 a 40 toneladas de caña por hectárea, por debajo de la media nacional, que son hasta 80 toneladas por hectárea. Y como no se invierte en tecnología, se quiere compensar con agroquímicos”, agregó Macario.
Según investigaciones de la ingeniera ambiental Ana Cecilia Iuit Jiménez, también del Ecosur, entre 1979 y 2016 se aplicaron más de 86 mil kilos por hectárea de fertilizantes en la zona, varios de ellos prohibidos o restringidos por la comunidad internacional debido a sus efectos toxicológicos sobre la salud humana y el medio ambiente.
Los estudios han demostrado que los agroquímicos están contaminando el río Hondo y el Gran Acuífero Maya, una reserva subterránea de 165 kilómetros cuadrados que se extiende hasta Centroamérica. Teresa Álvarez Legorreta, también investigadora del Ecosur, concluyó en un artículo científico de 2017 que “el patrón de distribución de los metales pesados comprueba que la actividad agrícola de la zona cañera es una fuente potencial de mercurio, cadmio, cobre y hierro para las aguas superficiales de la cuenca, en el Río Hondo y bahía de Chetumal”.

Asimismo, advirtió que “la zona cañera es una fuente potencial de metales pesados para las aguas subterráneas, debido a que los suelos de esta área son de escaso espesor y se desarrollan sobre un acuífero kárstico, que se caracterizan por una conductividad hidráulica alta, lo cual podría permitir el transporte inmediato de estos contaminantes”.
A esto se suman las quemas agrícolas, una práctica común durante la temporada de cosecha, de noviembre a junio, con el fin de eliminar hojas secas y facilitar el corte. La mayoría de las 35 mil hectáreas arde en llamas cada año. La Sader ha condenado esta práctica por su impacto en el cambio climático y la salud del suelo, ya que los residuos de la combustión se infiltran en los ríos subterráneos.
Los efectos en la salud de los jornaleros también han sido documentados. De acuerdo con un estudio de 2020 de Citlali Carrillo García, investigadora de Ecosur, los hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP) generados por la quema son inhalados por los más de dos mil trabajadores del campo, y pueden afectar sus mecanismos de defensa y provocar daños celulares y genéticos.
“Se nos han acercado cañeros para preguntarme qué pueden hacer en lugar de caña. Es importante porque ya no hay en el lugar ninguna especie de árbol o planta diferente de la caña de azúcar. Yo les hablo de la agroforestería, de la importancia de cultivar otra cosa, de mezclar con árboles de las cuatro o cinco especies frutales o forestales que hay en la zona, pero no se ha hecho”, lamentó Pedro Macario Mendoza.
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